viernes, 15 de octubre de 2010

“MARÍA, MADRE DE LOS SACERDOTES" (IV)

Además, Cristo ¿no nos ha dejado quizá una indicación especial al respecto?. Ciertamente, durante su agonía en la Cruz, pronunció las palabras que para nosotros tienen el sentido de un testamento. "Jesús, viendo a su Madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a la Madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo: He ahí a tu Madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa" (Jn 19, 2627).

Aquel discípulo, el Apóstol Juan, estaba con Cristo en la última Cena. Era uno de los "doce", a los que el Maestro dio, junto con las palabras que instituían la Eucaristía, la recomendación: "Haced esto en conmemoración mía". El apóstol Juan recibió la potestad de celebrar el sacrificio eucarístico instituido en el Cenáculo la víspera de su Pasión, como santísimo sacramento de la Iglesia. En el momento de su muerte, Jesús confía su Madre a este discípulo. Juan "la recibió en su casa" (Jn. 19, 27): la recibió como primera testigo del misterio de la encarnación. Y él, como evangelista, expresó precisamente de la manera más profunda, y al mismo tiempo más sencilla, la verdad sobre el Verbo que "se hizo carne y habitó entre nosotros" (Jn 1, 14): la verdad de la encarnación y la verdad del Emmanuel. Y así, al recibir "en su casa" a la Madre que estaba al pie de la cruz del Hijo, acogió al mismo tiempo todo lo que ella tenía dentro de si en el Gólgota: el hecho de que ella "sufrió profundamente en unión con su Unigénito y se asoció con espíritu materno a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la importancia de la víctima engendrada por ella". Todo esto -toda la sobrehumana experiencia del sacrificio de nuestra redención, impresa en el corazón de la misma Madre de Cristo Redentor - fue confiado al hombre, que en el Cenáculo recibió el poder de hacer realidad este sacrificio mediante el ministerio sacerdotal de la Eucaristía.

¿No posee esto un significado particular para cada uno de nosotros?. Si Juan al pie de la Cruz representa en cierto sentido a todos los hombres, a cada uno y a cada una, sobre los cuales se extiende Espiritualmente la maternidad de la Madre de Dios, ¡Cuánto más no será válido esto para cada uno de nosotros, llamados sacramentalmente al servicio sacerdotal de la Eucaristía en la Iglesia!.

De veras, es estremecedora la realidad del Gólgota, el sacrificio de Cristo por la redención del mundo. Es estremecedor el misterio de Dios, del cual somos ministros en el orden sacramental (cf. 1 Cor 4, l). Sin embargo, ¿no estamos amenazados por el peligro de ser ministros no suficientemente dignos; por el peligro de no presentarnos con suficiente fidelidad al pie de la Cruz de Cristo, al celebrar la Eucaristía?.

Procuremos estar cerca de esta Madre, en cuyo corazón está grabado de modo único e incomparable el misterio de la redención del mundo.

JUAN PABLO II, Carta del Santo Padre Juan Pablo II a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo.1988

“María, Madre de los Sacerdotes" (III)

"Ave, verdadero cuerpo, nacido de la Virgen María: en ver -dad has sufrido y has sido inmolado en la Cruz por el hombre"

¡Si, es el mismo Cuerpo! Al celebrar la Eucaristía, mediante nuestro servicio sacerdotal, se hace presente el misterio del Verbo encarnado, Hijo consubstancial al Padre, que, como hombre "nacido de mujer", es hijo de la Virgen María.

En la última Cena no consta que la Madre de Cristo estuviera en el Cenáculo. Sin embargo estaba presente en el Calvario, al pie de la Cruz, "en donde -como enseña el Concibo Vaticano II-, no Sin designio divino, se mantuvo de pie (cf. Jn 19, 25), se condolió vehementemente con su Unigénito y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima engendrada”. Esta es la consecuencia de aquel "fiat, pronunciado por María en la Anunciación.

Cuando nosotros, al actuar in persona Christi, celebramos el sacramento del mismo y único sacrificio en el que Cristo es y sigue siendo el único sacerdote y la única víctima, no debemos olvidar este sufrimiento de la Madre, en la cual se cumplieron las palabras pronunciadas por Simeón en el templo de Jerusalén: "una espada atravesará tu alma" (Lc 2, 35). Eran unas palabras dirigidas directamente a María, cuarenta días después del nacimiento de Jesús. En el Gólgota, al pie de la Cruz, estas palabras se cumplieron totalmente. cuando su Hijo en la Cruz se manifestó plenamente como "signo de contradicción", esta inmolación, la agonía mortal del Hijo afectó también al corazón materno de María. Esta es la agonía del corazón de la Madre, que sufría con Él, "consintiendo en la inmolación de la víctima engendrada por Ella misma". Se alcanza aquí el ápice de la presencia de María en el Misterio de Cristo y de la Iglesia en la tierra. Este ápice se encuentra en el camino de la "peregrinación de la fe", a la que nos referimos especialmente en el Año Mariano.

Amadísimos Hermanos, ¿a quién más que a nosotros es indispensable una fe profunda y firme, a nosotros, que en virtud de la sucesión apostólica comenzada en el Cenáculo celebramos el sacramento del sacrificio de Cristo?. Conviene, pues, que profundice constantemente nuestro vínculo Espiritual con la Madre de Dios, que en la peregrinación de la fe "precede", a todo el Pueblo de Dios.

Y de modo particular, cuando celebrando la Eucaristía nos encontramos cada día en el Gólgota, conviene que esté a nuestro lado Aquella que, mediante una fe heroica, realizó al máximo su unión con el Hijo, precisamente allí en el Gólgota.

JUAN PABLO II, Carta del Santo Padre Juan Pablo II a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo.1988

“María, Madre de los Sacerdotes" (II)

Queridos Hermanos, al comienzo de mi ministerio os encomiendo a todos a la Madre de Cristo, que de modo particular es nuestra Madre: la Madre de los Sacerdotes. De hecho, al discípulo predilecto, que siendo uno de los Doce había escuchado en el Cenáculo las palabras: “Haced esto en memoria mía”. Cristo, desde lo alto de la Cruz, lo señaló a su Madre, diciéndole: “He ahí a tu hijo”. El hombre, que el Jueves Santo recibió el poder de celebrar la Eucaristía, con estas palabras del Redentor agonizante fue dado a su Madre como “hijo”. Todos nosotros, por consiguiente, que recibimos el mismo poder mediante la Ordenación sacerdotal, en cierto sentido somos los primeros en tener el derecho a ver en ella a nuestra Madre. Deseo, por consiguiente, que todos vosotros, junto conmigo, encontréis en María la Madre del sacerdocio, que hemos recibido de Cristo. Deseo, además, que confiéis particularmente a Ella vuestro sacerdocio. Permitir que yo mismo lo haga, poniendo en manos de la Madre de Cristo a cada uno de vosotros sin excepción alguna de modo solemne y, al mismo tiempo, sencillo y humilde. Os ruego también, amados Hermanos, que cada uno de vosotros lo realice personalmente, como se lo dicte su corazón, sobre todo el propio amor a Cristo Sacerdote, y también la propia debilidad, que camina a la par con el deseo del servicio y de la santidad. Os lo ruego encarecidamente.

La Iglesia de hoy habla de sí misma sobre todo en la Constitución dogmática Lumen Gentium. También aquí, en el último Capítulo, ella confiesa que mira a María como Madre de Cristo, porque se llama a sí misma madre y desea ser madre, engendrando para Dios los hombres a una vida nueva. (58). Oh, queridos Hermanos. ¡Qué cerca de esta causa de Dios estáis vosotros! ¡Cuán profundamente ella está impresa en vuestra vocación, ministerio y misión! En consecuencia, junto con el Pueblo de Dios, que mira a María con tanto amor y esperanza, vosotros debéis recurrir a Ella con esperanza y amor excepcionales. De hecho, debéis anunciar a Cristo que es su hijo; ¿Y quién mejor que su Madre os transmitirá la verdad acerca de Él? Tenéis que alimentar los corazones humanos con Cristo; ¿Y quién puede hacerles más conscientes de lo que realizáis, si no la que lo ha alimentado? “Salve, o verdadero Cuerpo, nacido de la Virgen María”. Se da en nuestro sacerdocio ministerial la dimensión espléndida y penetrante de la cercanía a la Madre de Cristo. Tratemos pues de vivir en esta dimensión. Si es lícito recurrir aquí a la propia experiencia, os diré que, escribiéndoles, recurro sobre todo a mi experiencia personal.

Al comunicarles esto, al comienzo de mi servicio a la Iglesia universal, pido continuamente a Dios que os llene a vosotros. Sacerdotes de Jesucristo, de su bendición y gracia y, como prenda y afirmación de tal comunión orante, os bendigo de corazón en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Recibir esta bendición. Recibir las palabras del nuevo Sucesor de Pedro, de aquel Pedro, a quien el Señor ordenó: “Y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos”. No ceséis de rezar por mí, junto con la Iglesia entera, para que yo responda a aquella exigencia de un primado de amor, que el Señor ha puesto como fundamento de la misión de Pedro, cuando le dijo: “Apacienta mis ovejas” . Que así sea.

“María, Madre de los Sacerdotes" (I)

Desde hacía tiempo esperaba la ocasión de venir personalmente a visitaros a vosotros, que formáis la comunidad del seminario, uno de los lugares más importantes de la diócesis. En Roma hay más seminarios, pero este es propiamente el seminario diocesano, como recuerda también su ubicación aquí, en Letrán, junto a la catedral de San Juan, la catedral de Roma. Por eso, siguiendo la tradición establecida por el amado Papa Juan Pablo II, he aprovechado esta fiesta para encontrarme con vosotros aquí, donde oráis, estudiáis y vivís fraternalmente, preparándoos para el futuro ministerio pastoral. En verdad, es muy hermoso y significativo que veneréis a la Virgen María, Madre de los sacerdotes, con el singular título de Virgen de la Confianza. Esto hace pensar en un doble significado: en la confianza de los seminaristas, que con su ayuda realizan su camino de respuesta a Cristo, que los ha llamado; y en la confianza de la Iglesia de Roma, y especialmente de su Obispo, que invoca la protección de María, Madre de toda vocación, sobre este vivero sacerdotal.

Con su ayuda vosotros, queridos seminaristas, podéis prepararos hoy para vuestra misión de presbíteros al servicio de la Iglesia. Hace poco, cuando me arrodillé para orar ante la venerada imagen de la Virgen de la Confianza en vuestra capilla, que constituye el corazón del seminario, pedí por cada uno de vosotros. Mientras tanto, pensaba en los numerosos seminaristas que han pasado por el Seminario romano y que después han servido con amor a la Iglesia de Cristo; pienso, entre otros, en don Andrea Santoro, asesinado recientemente en Turquía mientras rezaba. Así, invoqué a la Madre del Redentor, para que os obtenga también a vosotros el don de la santidad. Que el Espíritu Santo, que forjó el Corazón sacerdotal de Jesús en el seno de la Virgen y después en la casa de Nazaret, actúe en vosotros con su gracia, preparándoos para las tareas futuras que se os encomendarán. Asimismo, es hermoso y adecuado que, junto a la Virgen Madre de la Confianza, veneremos hoy de modo especial a su esposo san José, en quien monseñor Marco Frisina se ha inspirado este año para su Oratorio.

Le agradezco su delicadeza, porque eligió honrar a mi santo patrono, y me congratulo por esta composición, a la vez que doy las gracias de corazón a los solistas, a los coristas, al organista y a todos los miembros de la orquesta. Este Oratorio, significativamente titulado "Sombra del Padre", me brinda la ocasión de poner de relieve que el ejemplo de san José, "hombre justo" —como dice el evangelista—, plenamente responsable ante Dios y ante María, constituye para todos un estímulo en el camino hacia el sacerdocio. Se nos muestra siempre atento a la voz del Señor, que guía los acontecimientos de la historia, y dispuesto a seguir sus indicaciones; siempre fiel, generoso y abnegado en el servicio; maestro eficaz de oración y de trabajo en el ocultamiento de Nazaret. Queridos seminaristas, os puedo asegurar que cuanto más avancéis, con la gracia de Dios, por el camino del sacerdocio, tanto más experimentaréis cuán rico es en frutos espirituales referirse a san José e invocar su ayuda en el cumplimiento diario del deber. Queridos seminaristas, os expreso mis mejores deseos para el presente y el futuro. Los pongo en las manos de María santísima, Virgen de la Confianza. Los que se forman en el Seminario romano mayor aprenden a repetir la hermosa invocación "Mater mea, fiducia mea", que mi venerado predecesor Benedicto XV definió como su fórmula distintiva. Pido a Dios que estas palabras se graben en el corazón de cada uno de vosotros, y os acompañen siempre durante vuestra vida y vuestro ministerio sacerdotal. Así, podréis difundir en vuestro entorno, dondequiera que estéis, el aroma de la confianza de María, que es confianza en el amor providente y fiel de Dios. Os aseguro que todos los días estaréis presentes en mi oración, ya que constituís la esperanza de la Iglesia de Roma. Y ahora con gozo os imparto de corazón la bendición apostólica a vosotros y a todos los presentes, así como a vuestros familiares y a quienes os acompañan en el camino hacia el sacerdocio.

DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI

A LA COMUNIDAD DEL SEMINARIO ROMANO MAYOR

Sábado 25 de febrero de 2006

lunes, 11 de octubre de 2010

“El Mundo Actual" (III)

Santidad, en los próximos meses mis compañeros y yo seremos ordenados sacerdotes. Pasaremos de una vida bien estructurada por las reglas del seminario a la situación mucho más compleja de nuestras parroquias. ¿Qué consejos nos da para vivir lo mejor posible el inicio de nuestro ministerio presbiteral? (Marco Ceccarelli, diócesis de Roma, diácono; será ordenado sacerdote el próximo 29 de abril)

Benedicto XVI: Aquí en el seminario tenéis una vida bien articulada. Yo diría, como primer punto, que también en la vida de los pastores de la Iglesia, en la vida diaria del sacerdote, es importante conservar, en la medida de lo posible, un cierto orden: que nunca falte la misa; sin la Eucaristía un día es incompleto; por eso, crecemos ya en el seminario con esta liturgia diaria. Me parece muy importante que sintamos la necesidad de estar con el Señor en la Eucaristía, que no sea un deber profesional, sino que sea realmente un deber sentido interiormente, que nunca falte la Eucaristía.

El otro punto importante es tomar tiempo para la liturgia de la Horas, y así para esta libertad interior: con todas las cargas que llevamos, esta liturgia nos libera y nos ayuda un párroco o de los demás oficios sacerdotales. Pero no conviene olvidar nunca estos puntos fijos, que son la Eucaristía y la liturgia de las Horas, para tener durante el día cierto también a estar más abiertos, a estar en contacto más profundo con el Señor. Naturalmente, debemos hacer todo lo que exige la vida pastoral, la vida de un vicario parroquial, de orden, pues, como dije al inicio, no debemos estar inventando cada día. Hemos aprendido: «Serva ordinem et ordo servabit te». Esas palabras encierran una gran verdad.

Asimismo, es importante no descuidar la comunión con los demás sacerdotes, con los compañeros de camino; y no descuidar el contacto personal con la palabra de Dios, la meditación. ¿Qué hacer? Yo tengo una receta bastante sencilla: combinar la preparación de la homilía dominical con la meditación personal, para lograr que estas palabras no sólo estén dirigidas a los demás, sino que realmente sean palabras dichas por el Señor a mí mismo, y maduradas en una conversación personal con el Señor. Para que esto sea posible, mi consejo consiste en comenzar ya el lunes, porque si se comienza el sábado es demasiado tarde: así la preparación resulta apresurada, y tal vez falte la inspiración, porque hay otras cosas en la cabeza. Por eso, ya el lunes conviene leer sencillamente las lecturas del domingo siguiente, que tal vez parecen inaccesibles, como las piedras de Massá y Meribá, ante las cuales Moisés dice: «Pero, ¿cómo puede brotar agua de estas piedras?».

Dejemos que el corazón digiera estas lecturas. En el subconsciente las palabras trabajan y cada día vuelven un poco. Obviamente, también hay que consultar libros, si es posible. Con este trabajo interior, día tras día, se ve cómo poco a poco va madurando una respuesta, poco a poco se abre esta palabra, se convierte en palabra para mí. Y dado que soy un contemporáneo, también se convierte en palabra para los demás. Luego puedo comenzar a traducir lo que veo en mi lenguaje teológico al lenguaje de los demás; sin embargo, el pensamiento fundamental es el mismo para los demás y para mí.

Así se puede tener un encuentro permanente, silencioso, con la Palabra, que no requiere mucho tiempo, tiempo que tal vez no tenemos. Pero reservadle un poco de tiempo: así no sólo madura una homilía para el domingo, para los demás, sino que también nuestro propio corazón es tocado por la palabra del Señor. Permanezcamos en contacto también en una situación donde tal vez disponemos de poco tiempo.

Ahora no me atrevo a dar demasiados consejos, porque la vida en la gran ciudad de Roma es un poco diversa de la que yo viví hace cincuenta y cinco años en Baviera. Pero creo que lo esencial es precisamente esto: Eucaristía, liturgia de las Horas, oración y conversación con el Señor cada día, aunque sea breve, sobre sus Palabras que debo anunciar.

No hay que descuidar nunca la amistad con los sacerdotes, la escucha de la voz de la Iglesia viva y, naturalmente, la disponibilidad con respecto a las personas que nos han sido encomendadas, porque precisamente de estas personas, con sus sufrimientos, con sus experiencias de fe, con sus dudas y dificultades, podemos aprender a buscar y encontrar a Dios, encontrar a nuestro Señor Jesucristo.

RESPUESTAS DEL SANTO PADRE A LAS PREGUNTAS DE ALGUNOS SEMINARISTAS DEL SEMINARIO ROMANO, 17 DE FEBRERO 2007

“El Mundo Actual" (I)

Santidad, la carta apostólica «Salvifici dolores» del Papa Juan Pablo II pone de relieve que el sufrimiento es fuente de riqueza espiritual para todos los que lo aceptan en unión con los sufrimientos de Cristo. En un mundo que busca todos los medios, lícitos e ilícitos, para eliminar cualquier forma de dolor, ¿Cómo puede el sacerdote ser testigo del sentido cristiano del sufrimiento y cómo debe comportarse ante quienes sufren, sin resultar retórico o patético? (Francesco Annesi, diócesis de Roma, tercer año de teología)

Benedicto XVI: ¿Qué hacer? Debemos reconocer que conviene tratar de hacer todo lo posible para mitigar los sufrimientos de la humanidad y para ayudar a las personas que sufren —son numerosas en el mundo— a llevar una vida buena y a librarse de los males que a menudo causamos nosotros mismos: el hambre, las epidemias, etc.

Pero, reconociendo este deber de trabajar contra los sufrimientos causados por nosotros mismos, al mismo tiempo debemos reconocer también y comprender que el sufrimiento es un elemento esencial para nuestra maduración humana. Pienso en la parábola del Señor sobre el grano de trigo que cae en tierra y que sólo así, muriendo, puede dar fruto. Este caer en tierra y morir no sucede en un momento, es un proceso de toda la vida.

Cayendo en tierra como el grano de trigo y muriendo, transformándonos, somos instrumentos de Dios y así damos fruto. No por casualidad el Señor dice a sus discípulos: el Hijo del hombre debe ir a Jerusalén para sufrir; por eso, quien quiera ser mi discípulo, debe tomar su cruz sobre sus hombros y así seguirme. En realidad, nosotros somos siempre, un poco, como san Pedro, el cual dijo al Señor: No, Señor, este no puede ser tu caso, tú no debes sufrir. Nosotros no queremos llevar la cruz. Queremos crear un reino más humano, más hermoso en la tierra.

Eso es un gran error. El Señor lo enseña. Pero Pedro necesitó mucho tiempo, tal vez toda su vida, para entenderlo. Porque la leyenda del Quo vadis? encierra una gran verdad: aprender que precisamente llevar la cruz del Señor es el modo de dar fruto. Así pues, yo diría que antes de hablar a los demás, nosotros mismos debemos comprender el misterio de la cruz.

Ciertamente, el cristianismo nos da la alegría, porque el amor da alegría. Pero el amor es siempre un proceso en el que hay que perderse, en el que hay que salir de sí mismo. En este sentido, también es un proceso doloroso. Sólo así es hermoso y nos hace madurar y llegar a la verdadera alegría. Quien quiere afirmar o quien promete sólo una vida alegre y cómoda, miente, porque esta no es la verdad del hombre. La consecuencia es que luego se debe huir a paraísos falsos. Precisamente así no se llega a la alegría, sino a la autodestrucción.

Sí, el cristianismo nos anuncia la alegría; pero esta alegría sólo crece en el camino del amor y este camino del amor guarda relación con la cruz, con la comunión con Cristo crucificado. Y está representada por el grano de trigo que cae en tierra. Cuando comencemos a comprender y a aceptar esto, cada día, porque cada día nos trae alguna insatisfacción, alguna dificultad que también produce dolor, cuando aceptemos esta escuela del seguimiento de Cristo, como los Apóstoles tuvieron que aprender en esta escuela, entonces también seremos capaces de ayudar a los que sufren.

Es verdad, siempre resulta problemático que uno que tiene buena salud o está en buena condición trate de consolar a otro que está afectado por un gran mal, sea enfermedad, sea pérdida de amor. Ante estos males, que conocemos todos, casi inevitablemente todo parece sólo retórico y patético. Pero yo diría que, si estas personas pueden percibir que nosotros tenemos com-pasión, que somos com-pacientes, que queremos llevar juntamente con ellos la cruz en comunión con Cristo, sobre todo orando con ellos, asistiéndolos con un silencio lleno de simpatía, de amor, ayudándoles en la medida de nuestras posibilidades, podemos resultar creíbles.

Debemos aceptar que, tal vez en un primer momento, nuestras palabras parezcan sólo palabras. Pero si vivimos realmente con este espíritu del seguimiento de Jesús, también encontraremos la manera de estar cerca de ellos con nuestra simpatía. Simpatía etimológicamente quiere decir com-pasión por el hombre, ayudándolo, orando, creando así la confianza en que la bondad del Señor existe incluso en el valle más oscuro. Así podemos abrirles el corazón para el Evangelio de Cristo mismo, que es el verdadero Consolador; abrirles el corazón para el Espíritu Santo, llamado el otro Consolador, el otro Paráclito, que asiste, que está presente.

Podemos abrirles el corazón no para nuestras palabras, sino para la gran enseñanza de Cristo, para su estar con nosotros, ayudándoles para que el sufrimiento y el dolor se transformen de verdad en gracia de maduración, de comunión con Cristo crucificado y resucitado.

RESPUESTAS DEL SANTO PADRE A LAS PREGUNTAS DE ALGUNOS SEMINARISTAS DEL SEMINARIO ROMANO, 17 DE FEBRERO 2007

“El Seminario" (III)

Santo Padre, ¿Cómo estaba articulada su vida durante el tiempo de formación para el sacerdocio y cuáles eran los intereses que cultivaba? Teniendo en cuenta su experiencia, ¿cuáles son los puntos fundamentales de la formación para el sacerdocio? En particular, ¿qué lugar ocupa en ella María? (Claudio Fabbri, diócesis de Roma, segundo año de filosofía)

Benedicto XVI: Creo que nuestra vida en el seminario de Freising, estaba articulada de un modo muy semejante a vuestro horario, aunque no conozco exactamente vuestro reglamento diario. Me parece que se comenzaba a las 6.30, a las 7.00, con una meditación de media hora, en la que cada uno en silencio hablaba con el Señor, trataba de disponer su alma para la sagrada liturgia. Luego seguía la santa misa, el desayuno y, durante la mañana, las clases.

Por la tarde, seminarios, tiempos de estudio, y luego de nuevo oración en común. En la noche, los «puntos»: el director espiritual o el rector del seminario, alternándose, nos hablaban para ayudarnos a encontrar el camino de la meditación; no nos daban una meditación ya hecha, sino elementos que podían ayudar a cada uno a interiorizar las palabras del Señor que serían objeto de nuestra meditación.

Así era el itinerario de cada día. Luego, naturalmente, estaban las grandes fiestas, con una hermosa liturgia, con música... Pero, me parece —tal vez volveré a hablar de esto al final— que es muy importante tener una disciplina que nos precede y no deber inventar cada día de nuevo lo que hay que hacer, lo que hay que vivir. Existe una regla, una disciplina que ya me espera y me ayuda a vivir ordenadamente este día.

Ahora bien, por lo que respecta a mis preferencias, naturalmente seguía con atención, como podía, las clases. En los dos primeros años, desde el inicio me fascinó la filosofía, sobre todo la figura de san Agustín; luego también la corriente agustiniana en la Edad Media: san Buenaventura, los grandes franciscanos, la figura de san Francisco de Asís.

Me impresionaba sobre todo la gran humanidad de san Agustín, que no tuvo la posibilidad de identificarse con la Iglesia como catecúmeno desde el inicio, sino que, por el contrario, tuvo que luchar espiritualmente para encontrar poco a poco el acceso a la palabra de Dios, a la vida con Dios, hasta que pronunció el gran «sí» a su Iglesia.

Fue un camino muy humano, donde también nosotros podemos ver hoy cómo se comienza a entrar en contacto con Dios, cómo hay que tomar en serio todas las resistencias de nuestra naturaleza, canalizándolas para llegar al gran «sí» al Señor. Así me conquistó su teología tan personal, desarrollada sobre todo en la predicación. Esto es importante, porque al inicio san Agustín quería vivir una vida puramente contemplativa, escribir otros libros de filosofía..., pero el Señor no quería eso; lo llamó a ser sacerdote y obispo; de este modo, todo el resto de su vida, de su obra, se desarrolló fundamentalmente en el diálogo con un pueblo muy sencillo. Por una parte, siempre tuvo que encontrar personalmente el significado de la Escritura; y, por otra, debía tener en cuenta la capacidad de esa gente, su contexto vital, para llegar a un cristianismo realista y, al mismo tiempo, muy profundo.

Naturalmente, para mí además era muy importante la exégesis: tuvimos dos exegetas un poco liberales, pero a pesar de ello grandes exegetas, también realmente creyentes, que nos fascinaban. Puedo decir que, en realidad, la sagrada Escritura era el alma de nuestro estudio teológico: vivíamos con la sagrada Escritura y aprendíamos a amarla, a hablar con ella. Ya he hablado de la patrología, del encuentro con los santos Padres. También nuestro profesor de dogmática era una persona entonces muy famosa; había alimentado su dogmática con los Padres y con la liturgia.

Para nosotros un punto muy central era la formación litúrgica. En aquel tiempo no había aún cátedras de liturgia, pero nuestro profesor de pastoral nos dirigió grandes cursos sobre liturgia y él, en ese momento, era también rector del seminario. Así, la liturgia vivida y celebrada iba muy unida a la liturgia enseñada y pensada.

Juntamente con la sagrada Escritura, estos eran los puntos más importantes de nuestra formación teológica. De esto doy siempre gracias al Señor, porque en su conjunto son realmente el centro de una vida sacerdotal.

Otro interés era la literatura: era obligatorio leer a Dostoievski; era la moda del momento. Luego estaban los grandes franceses: Claudel, Mauriac, Bernanos; pero también la literatura alemana; teníamos una edición alemana de Manzoni: en aquel tiempo yo no hablaba italiano. Así, en cierto sentido, también formábamos nuestro horizonte humano. Asimismo, sentíamos gran amor por la música, al igual que por la belleza de la naturaleza de nuestra tierra. Con estas preferencias, estas realidades, en un camino no siempre fácil, seguí adelante. El Señor me ayudó a llegar hasta el «sí» del sacerdocio, un «sí» que me ha acompañado todos los días de mi vida.

RESPUESTAS DEL SANTO PADRE A LAS PREGUNTAS DE ALGUNOS SEMINARISTAS DEL SEMINARIO ROMANO, 17 DE FEBRERO 2007