viernes, 15 de octubre de 2010

“MARÍA, MADRE DE LOS SACERDOTES" (IV)

Además, Cristo ¿no nos ha dejado quizá una indicación especial al respecto?. Ciertamente, durante su agonía en la Cruz, pronunció las palabras que para nosotros tienen el sentido de un testamento. "Jesús, viendo a su Madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a la Madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo: He ahí a tu Madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa" (Jn 19, 2627).

Aquel discípulo, el Apóstol Juan, estaba con Cristo en la última Cena. Era uno de los "doce", a los que el Maestro dio, junto con las palabras que instituían la Eucaristía, la recomendación: "Haced esto en conmemoración mía". El apóstol Juan recibió la potestad de celebrar el sacrificio eucarístico instituido en el Cenáculo la víspera de su Pasión, como santísimo sacramento de la Iglesia. En el momento de su muerte, Jesús confía su Madre a este discípulo. Juan "la recibió en su casa" (Jn. 19, 27): la recibió como primera testigo del misterio de la encarnación. Y él, como evangelista, expresó precisamente de la manera más profunda, y al mismo tiempo más sencilla, la verdad sobre el Verbo que "se hizo carne y habitó entre nosotros" (Jn 1, 14): la verdad de la encarnación y la verdad del Emmanuel. Y así, al recibir "en su casa" a la Madre que estaba al pie de la cruz del Hijo, acogió al mismo tiempo todo lo que ella tenía dentro de si en el Gólgota: el hecho de que ella "sufrió profundamente en unión con su Unigénito y se asoció con espíritu materno a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la importancia de la víctima engendrada por ella". Todo esto -toda la sobrehumana experiencia del sacrificio de nuestra redención, impresa en el corazón de la misma Madre de Cristo Redentor - fue confiado al hombre, que en el Cenáculo recibió el poder de hacer realidad este sacrificio mediante el ministerio sacerdotal de la Eucaristía.

¿No posee esto un significado particular para cada uno de nosotros?. Si Juan al pie de la Cruz representa en cierto sentido a todos los hombres, a cada uno y a cada una, sobre los cuales se extiende Espiritualmente la maternidad de la Madre de Dios, ¡Cuánto más no será válido esto para cada uno de nosotros, llamados sacramentalmente al servicio sacerdotal de la Eucaristía en la Iglesia!.

De veras, es estremecedora la realidad del Gólgota, el sacrificio de Cristo por la redención del mundo. Es estremecedor el misterio de Dios, del cual somos ministros en el orden sacramental (cf. 1 Cor 4, l). Sin embargo, ¿no estamos amenazados por el peligro de ser ministros no suficientemente dignos; por el peligro de no presentarnos con suficiente fidelidad al pie de la Cruz de Cristo, al celebrar la Eucaristía?.

Procuremos estar cerca de esta Madre, en cuyo corazón está grabado de modo único e incomparable el misterio de la redención del mundo.

JUAN PABLO II, Carta del Santo Padre Juan Pablo II a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo.1988

“María, Madre de los Sacerdotes" (III)

"Ave, verdadero cuerpo, nacido de la Virgen María: en ver -dad has sufrido y has sido inmolado en la Cruz por el hombre"

¡Si, es el mismo Cuerpo! Al celebrar la Eucaristía, mediante nuestro servicio sacerdotal, se hace presente el misterio del Verbo encarnado, Hijo consubstancial al Padre, que, como hombre "nacido de mujer", es hijo de la Virgen María.

En la última Cena no consta que la Madre de Cristo estuviera en el Cenáculo. Sin embargo estaba presente en el Calvario, al pie de la Cruz, "en donde -como enseña el Concibo Vaticano II-, no Sin designio divino, se mantuvo de pie (cf. Jn 19, 25), se condolió vehementemente con su Unigénito y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima engendrada”. Esta es la consecuencia de aquel "fiat, pronunciado por María en la Anunciación.

Cuando nosotros, al actuar in persona Christi, celebramos el sacramento del mismo y único sacrificio en el que Cristo es y sigue siendo el único sacerdote y la única víctima, no debemos olvidar este sufrimiento de la Madre, en la cual se cumplieron las palabras pronunciadas por Simeón en el templo de Jerusalén: "una espada atravesará tu alma" (Lc 2, 35). Eran unas palabras dirigidas directamente a María, cuarenta días después del nacimiento de Jesús. En el Gólgota, al pie de la Cruz, estas palabras se cumplieron totalmente. cuando su Hijo en la Cruz se manifestó plenamente como "signo de contradicción", esta inmolación, la agonía mortal del Hijo afectó también al corazón materno de María. Esta es la agonía del corazón de la Madre, que sufría con Él, "consintiendo en la inmolación de la víctima engendrada por Ella misma". Se alcanza aquí el ápice de la presencia de María en el Misterio de Cristo y de la Iglesia en la tierra. Este ápice se encuentra en el camino de la "peregrinación de la fe", a la que nos referimos especialmente en el Año Mariano.

Amadísimos Hermanos, ¿a quién más que a nosotros es indispensable una fe profunda y firme, a nosotros, que en virtud de la sucesión apostólica comenzada en el Cenáculo celebramos el sacramento del sacrificio de Cristo?. Conviene, pues, que profundice constantemente nuestro vínculo Espiritual con la Madre de Dios, que en la peregrinación de la fe "precede", a todo el Pueblo de Dios.

Y de modo particular, cuando celebrando la Eucaristía nos encontramos cada día en el Gólgota, conviene que esté a nuestro lado Aquella que, mediante una fe heroica, realizó al máximo su unión con el Hijo, precisamente allí en el Gólgota.

JUAN PABLO II, Carta del Santo Padre Juan Pablo II a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo.1988

“María, Madre de los Sacerdotes" (II)

Queridos Hermanos, al comienzo de mi ministerio os encomiendo a todos a la Madre de Cristo, que de modo particular es nuestra Madre: la Madre de los Sacerdotes. De hecho, al discípulo predilecto, que siendo uno de los Doce había escuchado en el Cenáculo las palabras: “Haced esto en memoria mía”. Cristo, desde lo alto de la Cruz, lo señaló a su Madre, diciéndole: “He ahí a tu hijo”. El hombre, que el Jueves Santo recibió el poder de celebrar la Eucaristía, con estas palabras del Redentor agonizante fue dado a su Madre como “hijo”. Todos nosotros, por consiguiente, que recibimos el mismo poder mediante la Ordenación sacerdotal, en cierto sentido somos los primeros en tener el derecho a ver en ella a nuestra Madre. Deseo, por consiguiente, que todos vosotros, junto conmigo, encontréis en María la Madre del sacerdocio, que hemos recibido de Cristo. Deseo, además, que confiéis particularmente a Ella vuestro sacerdocio. Permitir que yo mismo lo haga, poniendo en manos de la Madre de Cristo a cada uno de vosotros sin excepción alguna de modo solemne y, al mismo tiempo, sencillo y humilde. Os ruego también, amados Hermanos, que cada uno de vosotros lo realice personalmente, como se lo dicte su corazón, sobre todo el propio amor a Cristo Sacerdote, y también la propia debilidad, que camina a la par con el deseo del servicio y de la santidad. Os lo ruego encarecidamente.

La Iglesia de hoy habla de sí misma sobre todo en la Constitución dogmática Lumen Gentium. También aquí, en el último Capítulo, ella confiesa que mira a María como Madre de Cristo, porque se llama a sí misma madre y desea ser madre, engendrando para Dios los hombres a una vida nueva. (58). Oh, queridos Hermanos. ¡Qué cerca de esta causa de Dios estáis vosotros! ¡Cuán profundamente ella está impresa en vuestra vocación, ministerio y misión! En consecuencia, junto con el Pueblo de Dios, que mira a María con tanto amor y esperanza, vosotros debéis recurrir a Ella con esperanza y amor excepcionales. De hecho, debéis anunciar a Cristo que es su hijo; ¿Y quién mejor que su Madre os transmitirá la verdad acerca de Él? Tenéis que alimentar los corazones humanos con Cristo; ¿Y quién puede hacerles más conscientes de lo que realizáis, si no la que lo ha alimentado? “Salve, o verdadero Cuerpo, nacido de la Virgen María”. Se da en nuestro sacerdocio ministerial la dimensión espléndida y penetrante de la cercanía a la Madre de Cristo. Tratemos pues de vivir en esta dimensión. Si es lícito recurrir aquí a la propia experiencia, os diré que, escribiéndoles, recurro sobre todo a mi experiencia personal.

Al comunicarles esto, al comienzo de mi servicio a la Iglesia universal, pido continuamente a Dios que os llene a vosotros. Sacerdotes de Jesucristo, de su bendición y gracia y, como prenda y afirmación de tal comunión orante, os bendigo de corazón en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Recibir esta bendición. Recibir las palabras del nuevo Sucesor de Pedro, de aquel Pedro, a quien el Señor ordenó: “Y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos”. No ceséis de rezar por mí, junto con la Iglesia entera, para que yo responda a aquella exigencia de un primado de amor, que el Señor ha puesto como fundamento de la misión de Pedro, cuando le dijo: “Apacienta mis ovejas” . Que así sea.

“María, Madre de los Sacerdotes" (I)

Desde hacía tiempo esperaba la ocasión de venir personalmente a visitaros a vosotros, que formáis la comunidad del seminario, uno de los lugares más importantes de la diócesis. En Roma hay más seminarios, pero este es propiamente el seminario diocesano, como recuerda también su ubicación aquí, en Letrán, junto a la catedral de San Juan, la catedral de Roma. Por eso, siguiendo la tradición establecida por el amado Papa Juan Pablo II, he aprovechado esta fiesta para encontrarme con vosotros aquí, donde oráis, estudiáis y vivís fraternalmente, preparándoos para el futuro ministerio pastoral. En verdad, es muy hermoso y significativo que veneréis a la Virgen María, Madre de los sacerdotes, con el singular título de Virgen de la Confianza. Esto hace pensar en un doble significado: en la confianza de los seminaristas, que con su ayuda realizan su camino de respuesta a Cristo, que los ha llamado; y en la confianza de la Iglesia de Roma, y especialmente de su Obispo, que invoca la protección de María, Madre de toda vocación, sobre este vivero sacerdotal.

Con su ayuda vosotros, queridos seminaristas, podéis prepararos hoy para vuestra misión de presbíteros al servicio de la Iglesia. Hace poco, cuando me arrodillé para orar ante la venerada imagen de la Virgen de la Confianza en vuestra capilla, que constituye el corazón del seminario, pedí por cada uno de vosotros. Mientras tanto, pensaba en los numerosos seminaristas que han pasado por el Seminario romano y que después han servido con amor a la Iglesia de Cristo; pienso, entre otros, en don Andrea Santoro, asesinado recientemente en Turquía mientras rezaba. Así, invoqué a la Madre del Redentor, para que os obtenga también a vosotros el don de la santidad. Que el Espíritu Santo, que forjó el Corazón sacerdotal de Jesús en el seno de la Virgen y después en la casa de Nazaret, actúe en vosotros con su gracia, preparándoos para las tareas futuras que se os encomendarán. Asimismo, es hermoso y adecuado que, junto a la Virgen Madre de la Confianza, veneremos hoy de modo especial a su esposo san José, en quien monseñor Marco Frisina se ha inspirado este año para su Oratorio.

Le agradezco su delicadeza, porque eligió honrar a mi santo patrono, y me congratulo por esta composición, a la vez que doy las gracias de corazón a los solistas, a los coristas, al organista y a todos los miembros de la orquesta. Este Oratorio, significativamente titulado "Sombra del Padre", me brinda la ocasión de poner de relieve que el ejemplo de san José, "hombre justo" —como dice el evangelista—, plenamente responsable ante Dios y ante María, constituye para todos un estímulo en el camino hacia el sacerdocio. Se nos muestra siempre atento a la voz del Señor, que guía los acontecimientos de la historia, y dispuesto a seguir sus indicaciones; siempre fiel, generoso y abnegado en el servicio; maestro eficaz de oración y de trabajo en el ocultamiento de Nazaret. Queridos seminaristas, os puedo asegurar que cuanto más avancéis, con la gracia de Dios, por el camino del sacerdocio, tanto más experimentaréis cuán rico es en frutos espirituales referirse a san José e invocar su ayuda en el cumplimiento diario del deber. Queridos seminaristas, os expreso mis mejores deseos para el presente y el futuro. Los pongo en las manos de María santísima, Virgen de la Confianza. Los que se forman en el Seminario romano mayor aprenden a repetir la hermosa invocación "Mater mea, fiducia mea", que mi venerado predecesor Benedicto XV definió como su fórmula distintiva. Pido a Dios que estas palabras se graben en el corazón de cada uno de vosotros, y os acompañen siempre durante vuestra vida y vuestro ministerio sacerdotal. Así, podréis difundir en vuestro entorno, dondequiera que estéis, el aroma de la confianza de María, que es confianza en el amor providente y fiel de Dios. Os aseguro que todos los días estaréis presentes en mi oración, ya que constituís la esperanza de la Iglesia de Roma. Y ahora con gozo os imparto de corazón la bendición apostólica a vosotros y a todos los presentes, así como a vuestros familiares y a quienes os acompañan en el camino hacia el sacerdocio.

DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI

A LA COMUNIDAD DEL SEMINARIO ROMANO MAYOR

Sábado 25 de febrero de 2006

lunes, 11 de octubre de 2010

“El Mundo Actual" (III)

Santidad, en los próximos meses mis compañeros y yo seremos ordenados sacerdotes. Pasaremos de una vida bien estructurada por las reglas del seminario a la situación mucho más compleja de nuestras parroquias. ¿Qué consejos nos da para vivir lo mejor posible el inicio de nuestro ministerio presbiteral? (Marco Ceccarelli, diócesis de Roma, diácono; será ordenado sacerdote el próximo 29 de abril)

Benedicto XVI: Aquí en el seminario tenéis una vida bien articulada. Yo diría, como primer punto, que también en la vida de los pastores de la Iglesia, en la vida diaria del sacerdote, es importante conservar, en la medida de lo posible, un cierto orden: que nunca falte la misa; sin la Eucaristía un día es incompleto; por eso, crecemos ya en el seminario con esta liturgia diaria. Me parece muy importante que sintamos la necesidad de estar con el Señor en la Eucaristía, que no sea un deber profesional, sino que sea realmente un deber sentido interiormente, que nunca falte la Eucaristía.

El otro punto importante es tomar tiempo para la liturgia de la Horas, y así para esta libertad interior: con todas las cargas que llevamos, esta liturgia nos libera y nos ayuda un párroco o de los demás oficios sacerdotales. Pero no conviene olvidar nunca estos puntos fijos, que son la Eucaristía y la liturgia de las Horas, para tener durante el día cierto también a estar más abiertos, a estar en contacto más profundo con el Señor. Naturalmente, debemos hacer todo lo que exige la vida pastoral, la vida de un vicario parroquial, de orden, pues, como dije al inicio, no debemos estar inventando cada día. Hemos aprendido: «Serva ordinem et ordo servabit te». Esas palabras encierran una gran verdad.

Asimismo, es importante no descuidar la comunión con los demás sacerdotes, con los compañeros de camino; y no descuidar el contacto personal con la palabra de Dios, la meditación. ¿Qué hacer? Yo tengo una receta bastante sencilla: combinar la preparación de la homilía dominical con la meditación personal, para lograr que estas palabras no sólo estén dirigidas a los demás, sino que realmente sean palabras dichas por el Señor a mí mismo, y maduradas en una conversación personal con el Señor. Para que esto sea posible, mi consejo consiste en comenzar ya el lunes, porque si se comienza el sábado es demasiado tarde: así la preparación resulta apresurada, y tal vez falte la inspiración, porque hay otras cosas en la cabeza. Por eso, ya el lunes conviene leer sencillamente las lecturas del domingo siguiente, que tal vez parecen inaccesibles, como las piedras de Massá y Meribá, ante las cuales Moisés dice: «Pero, ¿cómo puede brotar agua de estas piedras?».

Dejemos que el corazón digiera estas lecturas. En el subconsciente las palabras trabajan y cada día vuelven un poco. Obviamente, también hay que consultar libros, si es posible. Con este trabajo interior, día tras día, se ve cómo poco a poco va madurando una respuesta, poco a poco se abre esta palabra, se convierte en palabra para mí. Y dado que soy un contemporáneo, también se convierte en palabra para los demás. Luego puedo comenzar a traducir lo que veo en mi lenguaje teológico al lenguaje de los demás; sin embargo, el pensamiento fundamental es el mismo para los demás y para mí.

Así se puede tener un encuentro permanente, silencioso, con la Palabra, que no requiere mucho tiempo, tiempo que tal vez no tenemos. Pero reservadle un poco de tiempo: así no sólo madura una homilía para el domingo, para los demás, sino que también nuestro propio corazón es tocado por la palabra del Señor. Permanezcamos en contacto también en una situación donde tal vez disponemos de poco tiempo.

Ahora no me atrevo a dar demasiados consejos, porque la vida en la gran ciudad de Roma es un poco diversa de la que yo viví hace cincuenta y cinco años en Baviera. Pero creo que lo esencial es precisamente esto: Eucaristía, liturgia de las Horas, oración y conversación con el Señor cada día, aunque sea breve, sobre sus Palabras que debo anunciar.

No hay que descuidar nunca la amistad con los sacerdotes, la escucha de la voz de la Iglesia viva y, naturalmente, la disponibilidad con respecto a las personas que nos han sido encomendadas, porque precisamente de estas personas, con sus sufrimientos, con sus experiencias de fe, con sus dudas y dificultades, podemos aprender a buscar y encontrar a Dios, encontrar a nuestro Señor Jesucristo.

RESPUESTAS DEL SANTO PADRE A LAS PREGUNTAS DE ALGUNOS SEMINARISTAS DEL SEMINARIO ROMANO, 17 DE FEBRERO 2007

“El Mundo Actual" (I)

Santidad, la carta apostólica «Salvifici dolores» del Papa Juan Pablo II pone de relieve que el sufrimiento es fuente de riqueza espiritual para todos los que lo aceptan en unión con los sufrimientos de Cristo. En un mundo que busca todos los medios, lícitos e ilícitos, para eliminar cualquier forma de dolor, ¿Cómo puede el sacerdote ser testigo del sentido cristiano del sufrimiento y cómo debe comportarse ante quienes sufren, sin resultar retórico o patético? (Francesco Annesi, diócesis de Roma, tercer año de teología)

Benedicto XVI: ¿Qué hacer? Debemos reconocer que conviene tratar de hacer todo lo posible para mitigar los sufrimientos de la humanidad y para ayudar a las personas que sufren —son numerosas en el mundo— a llevar una vida buena y a librarse de los males que a menudo causamos nosotros mismos: el hambre, las epidemias, etc.

Pero, reconociendo este deber de trabajar contra los sufrimientos causados por nosotros mismos, al mismo tiempo debemos reconocer también y comprender que el sufrimiento es un elemento esencial para nuestra maduración humana. Pienso en la parábola del Señor sobre el grano de trigo que cae en tierra y que sólo así, muriendo, puede dar fruto. Este caer en tierra y morir no sucede en un momento, es un proceso de toda la vida.

Cayendo en tierra como el grano de trigo y muriendo, transformándonos, somos instrumentos de Dios y así damos fruto. No por casualidad el Señor dice a sus discípulos: el Hijo del hombre debe ir a Jerusalén para sufrir; por eso, quien quiera ser mi discípulo, debe tomar su cruz sobre sus hombros y así seguirme. En realidad, nosotros somos siempre, un poco, como san Pedro, el cual dijo al Señor: No, Señor, este no puede ser tu caso, tú no debes sufrir. Nosotros no queremos llevar la cruz. Queremos crear un reino más humano, más hermoso en la tierra.

Eso es un gran error. El Señor lo enseña. Pero Pedro necesitó mucho tiempo, tal vez toda su vida, para entenderlo. Porque la leyenda del Quo vadis? encierra una gran verdad: aprender que precisamente llevar la cruz del Señor es el modo de dar fruto. Así pues, yo diría que antes de hablar a los demás, nosotros mismos debemos comprender el misterio de la cruz.

Ciertamente, el cristianismo nos da la alegría, porque el amor da alegría. Pero el amor es siempre un proceso en el que hay que perderse, en el que hay que salir de sí mismo. En este sentido, también es un proceso doloroso. Sólo así es hermoso y nos hace madurar y llegar a la verdadera alegría. Quien quiere afirmar o quien promete sólo una vida alegre y cómoda, miente, porque esta no es la verdad del hombre. La consecuencia es que luego se debe huir a paraísos falsos. Precisamente así no se llega a la alegría, sino a la autodestrucción.

Sí, el cristianismo nos anuncia la alegría; pero esta alegría sólo crece en el camino del amor y este camino del amor guarda relación con la cruz, con la comunión con Cristo crucificado. Y está representada por el grano de trigo que cae en tierra. Cuando comencemos a comprender y a aceptar esto, cada día, porque cada día nos trae alguna insatisfacción, alguna dificultad que también produce dolor, cuando aceptemos esta escuela del seguimiento de Cristo, como los Apóstoles tuvieron que aprender en esta escuela, entonces también seremos capaces de ayudar a los que sufren.

Es verdad, siempre resulta problemático que uno que tiene buena salud o está en buena condición trate de consolar a otro que está afectado por un gran mal, sea enfermedad, sea pérdida de amor. Ante estos males, que conocemos todos, casi inevitablemente todo parece sólo retórico y patético. Pero yo diría que, si estas personas pueden percibir que nosotros tenemos com-pasión, que somos com-pacientes, que queremos llevar juntamente con ellos la cruz en comunión con Cristo, sobre todo orando con ellos, asistiéndolos con un silencio lleno de simpatía, de amor, ayudándoles en la medida de nuestras posibilidades, podemos resultar creíbles.

Debemos aceptar que, tal vez en un primer momento, nuestras palabras parezcan sólo palabras. Pero si vivimos realmente con este espíritu del seguimiento de Jesús, también encontraremos la manera de estar cerca de ellos con nuestra simpatía. Simpatía etimológicamente quiere decir com-pasión por el hombre, ayudándolo, orando, creando así la confianza en que la bondad del Señor existe incluso en el valle más oscuro. Así podemos abrirles el corazón para el Evangelio de Cristo mismo, que es el verdadero Consolador; abrirles el corazón para el Espíritu Santo, llamado el otro Consolador, el otro Paráclito, que asiste, que está presente.

Podemos abrirles el corazón no para nuestras palabras, sino para la gran enseñanza de Cristo, para su estar con nosotros, ayudándoles para que el sufrimiento y el dolor se transformen de verdad en gracia de maduración, de comunión con Cristo crucificado y resucitado.

RESPUESTAS DEL SANTO PADRE A LAS PREGUNTAS DE ALGUNOS SEMINARISTAS DEL SEMINARIO ROMANO, 17 DE FEBRERO 2007

“El Seminario" (III)

Santo Padre, ¿Cómo estaba articulada su vida durante el tiempo de formación para el sacerdocio y cuáles eran los intereses que cultivaba? Teniendo en cuenta su experiencia, ¿cuáles son los puntos fundamentales de la formación para el sacerdocio? En particular, ¿qué lugar ocupa en ella María? (Claudio Fabbri, diócesis de Roma, segundo año de filosofía)

Benedicto XVI: Creo que nuestra vida en el seminario de Freising, estaba articulada de un modo muy semejante a vuestro horario, aunque no conozco exactamente vuestro reglamento diario. Me parece que se comenzaba a las 6.30, a las 7.00, con una meditación de media hora, en la que cada uno en silencio hablaba con el Señor, trataba de disponer su alma para la sagrada liturgia. Luego seguía la santa misa, el desayuno y, durante la mañana, las clases.

Por la tarde, seminarios, tiempos de estudio, y luego de nuevo oración en común. En la noche, los «puntos»: el director espiritual o el rector del seminario, alternándose, nos hablaban para ayudarnos a encontrar el camino de la meditación; no nos daban una meditación ya hecha, sino elementos que podían ayudar a cada uno a interiorizar las palabras del Señor que serían objeto de nuestra meditación.

Así era el itinerario de cada día. Luego, naturalmente, estaban las grandes fiestas, con una hermosa liturgia, con música... Pero, me parece —tal vez volveré a hablar de esto al final— que es muy importante tener una disciplina que nos precede y no deber inventar cada día de nuevo lo que hay que hacer, lo que hay que vivir. Existe una regla, una disciplina que ya me espera y me ayuda a vivir ordenadamente este día.

Ahora bien, por lo que respecta a mis preferencias, naturalmente seguía con atención, como podía, las clases. En los dos primeros años, desde el inicio me fascinó la filosofía, sobre todo la figura de san Agustín; luego también la corriente agustiniana en la Edad Media: san Buenaventura, los grandes franciscanos, la figura de san Francisco de Asís.

Me impresionaba sobre todo la gran humanidad de san Agustín, que no tuvo la posibilidad de identificarse con la Iglesia como catecúmeno desde el inicio, sino que, por el contrario, tuvo que luchar espiritualmente para encontrar poco a poco el acceso a la palabra de Dios, a la vida con Dios, hasta que pronunció el gran «sí» a su Iglesia.

Fue un camino muy humano, donde también nosotros podemos ver hoy cómo se comienza a entrar en contacto con Dios, cómo hay que tomar en serio todas las resistencias de nuestra naturaleza, canalizándolas para llegar al gran «sí» al Señor. Así me conquistó su teología tan personal, desarrollada sobre todo en la predicación. Esto es importante, porque al inicio san Agustín quería vivir una vida puramente contemplativa, escribir otros libros de filosofía..., pero el Señor no quería eso; lo llamó a ser sacerdote y obispo; de este modo, todo el resto de su vida, de su obra, se desarrolló fundamentalmente en el diálogo con un pueblo muy sencillo. Por una parte, siempre tuvo que encontrar personalmente el significado de la Escritura; y, por otra, debía tener en cuenta la capacidad de esa gente, su contexto vital, para llegar a un cristianismo realista y, al mismo tiempo, muy profundo.

Naturalmente, para mí además era muy importante la exégesis: tuvimos dos exegetas un poco liberales, pero a pesar de ello grandes exegetas, también realmente creyentes, que nos fascinaban. Puedo decir que, en realidad, la sagrada Escritura era el alma de nuestro estudio teológico: vivíamos con la sagrada Escritura y aprendíamos a amarla, a hablar con ella. Ya he hablado de la patrología, del encuentro con los santos Padres. También nuestro profesor de dogmática era una persona entonces muy famosa; había alimentado su dogmática con los Padres y con la liturgia.

Para nosotros un punto muy central era la formación litúrgica. En aquel tiempo no había aún cátedras de liturgia, pero nuestro profesor de pastoral nos dirigió grandes cursos sobre liturgia y él, en ese momento, era también rector del seminario. Así, la liturgia vivida y celebrada iba muy unida a la liturgia enseñada y pensada.

Juntamente con la sagrada Escritura, estos eran los puntos más importantes de nuestra formación teológica. De esto doy siempre gracias al Señor, porque en su conjunto son realmente el centro de una vida sacerdotal.

Otro interés era la literatura: era obligatorio leer a Dostoievski; era la moda del momento. Luego estaban los grandes franceses: Claudel, Mauriac, Bernanos; pero también la literatura alemana; teníamos una edición alemana de Manzoni: en aquel tiempo yo no hablaba italiano. Así, en cierto sentido, también formábamos nuestro horizonte humano. Asimismo, sentíamos gran amor por la música, al igual que por la belleza de la naturaleza de nuestra tierra. Con estas preferencias, estas realidades, en un camino no siempre fácil, seguí adelante. El Señor me ayudó a llegar hasta el «sí» del sacerdocio, un «sí» que me ha acompañado todos los días de mi vida.

RESPUESTAS DEL SANTO PADRE A LAS PREGUNTAS DE ALGUNOS SEMINARISTAS DEL SEMINARIO ROMANO, 17 DE FEBRERO 2007

viernes, 8 de octubre de 2010

HEMOS VENIDO A ADORARLO (II)

El seminario es un tiempo de camino, de búsqueda, pero sobre todo de descubrimiento de Cristo. En efecto, sólo si hace una experiencia personal de Cristo, el joven puede comprender en verdad su voluntad y por lo tanto su vocación. Cuanto más conoces a Jesús, más te atrae su misterio; cuanto más lo encuentras, más fuerte es el deseo de buscarlo. Es un movimiento del espíritu que dura toda la vida, y que en el seminario pasa, como una estación llena de promesas, su "primavera". Al llegar a Belén, los Magos, como dice la Escritura, "entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron" (Mt 2, 11). He aquí por fin el momento tan esperado: el encuentro con Jesús. "Entraron en la casa": esta casa representa en cierto modo la Iglesia. Para encontrar al Salvador hay que entrar en la casa, que es la Iglesia.

Durante el tiempo del seminario se produce una maduración particularmente significativa en la conciencia del joven seminarista: ya no ve a la Iglesia "desde fuera", sino que la siente, por decirlo así, "en su interior", como "su casa", porque es casa de Cristo, donde "habita" María, su madre. Y es precisamente la Madre quien le muestra a Jesús, su Hijo, quien se lo presenta; en cierto modo se lo hace ver, tocar, tomar en sus brazos. María le enseña a contemplarlo con los ojos del corazón y a vivir de él. En todos los momentos de la vida en el seminario se puede experimentar esta amorosa presencia de la Virgen, que introduce a cada uno al encuentro con Cristo en el silencio de la meditación, en la oración y en la fraternidad. María ayuda a encontrar al Señor sobre todo en la celebración eucarística, cuando en la Palabra y en el Pan consagrado se hace nuestro alimento espiritual cotidiano. "Y cayendo de rodillas lo adoraron (...); le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra" (Mt 2, 11-12). Con esto culmina todo el itinerario: el encuentro se convierte en adoración, dando lugar a un acto de fe y amor que reconoce en Jesús, nacido de María, al Hijo de Dios hecho hombre. ¿Cómo no ver prefigurado en el gesto de los Magos la fe de Simón Pedro y de los Apóstoles, la fe de Pablo y de todos los santos, en particular de los santos seminaristas y sacerdotes que han marcado los dos mil años de historia de la Iglesia? El secreto de la santidad es la amistad con Cristo y la adhesión fiel a su voluntad.

"Cristo es todo para nosotros", decía san Ambrosio; y san Benito exhortaba a no anteponer nada al amor de Cristo. Que Cristo sea todo para vosotros.

Especialmente vosotros, queridos seminaristas, ofrecedle a él lo más precioso que tenéis, como sugería el venerado Juan Pablo II en su Mensaje para esta Jornada mundial: el oro de vuestra libertad, el incienso de vuestra oración fervorosa, la mirra de vuestro afecto más profundo (cf. n. 4). El seminario es un tiempo de preparación para la misión. Los Magos "se marcharon a su tierra", y ciertamente dieron testimonio del encuentro con el Rey de los judíos. También vosotros, después del largo y necesario tinerario formativo del seminario, seréis enviados para ser los ministros de Cristo; cada uno de vosotros volverá entre la gente como alter Christus. En el viaje de retorno, los Magos tuvieron que afrontar seguramente peligros, sacrificios, desorientación, dudas... ¡ya no tenían la estrella para guiarlos! Ahora la luz estaba dentro de ellos. Ahora tenían que custodiarla y alimentarla con el recuerdo constante de Cristo, de su rostro santo, de su amor inefable. ¡Queridos seminaristas! Si Dios quiere, también vosotros un día, consagrados por el Espíritu Santo, iniciaréis vuestra misión. Recordad siempre las palabras de Jesús: "Permaneced en mi amor" (Jn 15, 9).

Si permanecéis cerca de Cristo, con Cristo y en Cristo, daréis mucho fruto, como prometió. No lo habéis elegido vosotros a él como acabamos de escuchar en los testimonios , sino que él os ha elegido a vosotros (cf. Jn 15, 16). ¡He aquí el secreto de vuestra vocación y de vuestra misión!

Está guardado en el corazón inmaculado de María, que vela con amor materno sobre cada uno de vosotros. Recurrid frecuentemente a ella con confianza. A todos os aseguro mi afecto y mi oración cotidiana, y os bendigo de corazón.

ENCUENTRO CON LOS SEMINARISTAS DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI Iglesia de San Pantaleón de Colonia Viernes 19 de agosto de 2005

jueves, 7 de octubre de 2010

HEMOS VENIDO A ADORARLO (I)

Me alegra tener este encuentro con vosotros. He querido que como ya se ha dicho en el programa de estos días en Colonia hubiera un encuentro especial con los jóvenes seminaristas, para resaltar en toda su importancia la dimensión vocacional que desempeña un papel cada vez mayor en las Jornadas mundiales de la juventud.

Me parece que la lluvia que está cayendo del cielo es también como una bendición. Sois seminaristas, es decir, jóvenes que con vistas a una importante misión en la Iglesia, se encuentran en un tiempo fuerte de búsqueda de una relación personal con Cristo y del encuentro con él. Esto es el seminario: más que un lugar, es un tiempo significativo en la vida de un discípulo de Jesús. Imagino el eco que pueden tener en vuestro interior las palabras del lema de esta vigésima Jornada mundial "Hemos venido a adorarlo" y todo el impresionante relato de la búsqueda de los Magos y de su encuentro con Cristo. Cada uno a su modo pensemos en los tres testimonios que hemos escuchado es como ellos una persona que ve una estrella, se pone en camino, experimenta también la oscuridad y, bajo la guía de Dios, puede llegar a la meta.

Este pasaje evangélico sobre la búsqueda de los Magos y su encuentro con Cristo tiene un valor singular para vosotros, queridos seminaristas, precisamente porque estáis realizando un proceso de discernimiento y este es un verdadero camino y comprobación de la llamada al sacerdocio. Sobre esto quisiera detenerme a reflexionar con vosotros. ¿Por qué los Magos fueron a Belén desde países lejanos? La respuesta está en relación con el misterio de la "estrella" que vieron "salir" y que identificaron como la estrella del "Rey de los judíos", es decir, como la señal del nacimiento del Mesías (cf. Mt 2, 2). Por tanto, su viaje fue motivado por una fuerte esperanza, que luego tuvo en la estrella su confirmación y guía hacia el "Rey de los judíos", hacia la realeza de Dios mismo. Porque este es el sentido de nuestro camino: servir a la realeza de Dios en el mundo.

Los Magos partieron porque tenían un deseo grande que los indujo a dejarlo todo y a ponerse en camino. Era como si hubieran esperado siempre aquella estrella. Como si aquel viaje hubiera estado siempre inscrito en su destino, que ahora finalmente se cumplía. Queridos amigos, este es el misterio de la llamada, de la vocación; misterio que afecta a la vida de todo cristiano, pero que se manifiesta con mayor relieve en los que Cristo invita a dejarlo todo para seguirlo más de cerca. El seminarista vive la belleza de la llamada en el momento que podríamos definir de "enamoramiento". Su corazón, henchido de asombro, le hace decir en la oración: Señor, ¿por qué precisamente a mí?

Pero el amor no tiene un "porqué", es un don gratuito al que se responde con la entrega de sí mismo. El seminario es un tiempo destinado a la formación y al discernimiento. La formación, como bien sabéis, tiene varias dimensiones que convergen en la unidad de la persona: comprende el ámbito humano, espiritual y cultural. Su objetivo más profundo es el de dar a conocer íntimamente a aquel Dios que en Jesucristo nos ha mostrado su rostro. Por esto es necesario un estudio profundo de la sagrada Escritura como también de la fe y de la vida de la Iglesia, en la cual la Escritura permanece como palabra viva. Todo esto debe enlazarse con las preguntas de nuestra razón y, por tanto, con el contexto de la vida humana de hoy. Este estudio, a veces, puede parecer pesado, pero constituye una parte insustituible de nuestro encuentro con Cristo y de nuestra llamada a anunciarlo. Todo contribuye a desarrollar una personalidad coherente y equilibrada, capaz de asumir válidamente la misión presbiteral y llevarla a cabo después responsablemente. El papel de los formadores es decisivo: la calidad del presbiterio en una Iglesia particular depende en buena parte de la del seminario y, por tanto, de la calidad de los responsables de la formación. Queridos seminaristas, precisamente por eso rezamos hoy con viva gratitud por todos vuestros superiores, profesores y educadores, que sentimos espiritualmente presentes en este encuentro. Pidamos a Dios que desempeñen lo mejor posible la tarea tan importante que se les ha confiado.

ENCUENTRO CON LOS SEMINARISTAS DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI Iglesia de San Pantaleón de Colonia Viernes 19 de agosto de 2005

martes, 5 de octubre de 2010

LA VOCACIÓN SACERDOTAL (VI)

Santo Padre, usted, comentando el vía crucis del año 2005, habló de la suciedad que hay en la Iglesia; y en la homilía de la misa de ordenación de sacerdotes romanos del año pasado nos puso en guardia contra el peligro «de buscar hacer carrera, de tratar de subir más alto, de esforzarse por conseguir una buena posición mediante la Iglesia». ¿Cómo afrontar estos problemas del modo más sereno y responsable posible? (Dimos Koicio, diócesis de Nicópolis ad Istrum (Bulgaria), segundo año de teología)

Benedicto XVI: No es fácil responder a esta pregunta, pero ya he dicho —y es un punto importante— que el Señor sabe, sabía desde el inicio, que en la Iglesia también hay pecado. Para nuestra humildad es importante reconocer esto y no sólo ver el pecado en los demás, en las estructuras, en los altos cargos jerárquicos, sino también en nosotros mismos, para ser así más humildes y aprender que ante el Señor no cuenta la posición eclesial, sino estar en su amor y hacer resplandecer su amor.

Personalmente considero que, en este punto, es muy importante la oración de san Ignacio, que dice: «Suscipe, Domine, universam meam libertatem. Accipe memoriam, intellectum atque voluntatem omnem. Quidquid habeo vel possideo mihi largitus es; id tibi totum restituo, ac tuae prorsus voluntati trado gubernandum. Amorem tui solum cum gratia tua mihi dones, et dives sum satis, nec aliud quidquam ultra posco». Toma mi Señor, y recibe mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer. Tú me lo diste, a Ti, Señor, lo torno; todo es tuyo; dispón de ello conforme a tu voluntad. Dame tu amor y gracia, que esto me basta»).

Precisamente esta última parte me parece muy importante: comprender que el verdadero tesoro de nuestra vida es estar en el amor del Señor y no perder nunca este amor. Luego somos realmente ricos. Un hombre que ha encontrado un gran amor se siente realmente rico y sabe que esta es la verdadera perla, que este es el tesoro de su vida y no todas las demás cosas que posee.

Nosotros hemos encontrado, más aún, hemos sido encontrados por el amor del Señor, y cuanto más nos dejemos tocar por su amor en la vida sacramental, en la vida de oración, en la vida de trabajo, en el tiempo libre, tanto más podemos comprender que, si hemos encontrado la verdadera perla, todo lo demás no cuenta, todo lo demás sólo es importante en la medida en que el amor del Señor me atribuye esas cosas. Con este amor yo soy rico, soy realmente rico, y estoy en una posición elevada. Encontremos aquí el centro de la vida, la riqueza. Luego dejémonos guiar, dejemos que la providencia decida qué hace con nosotros.

Al respecto, me viene a la mente una anécdota de santa Bakhita, la gran santa africana, que era esclava en Sudán y luego en Italia encontró la fe y se hizo religiosa. Cuando ya era anciana, el obispo visitaba su monasterio, su casa religiosa, y no la conocía. Al ver a esta pequeña religiosa africana, ya encorvada, le dijo: «Pero, ¿qué hace usted, hermana?». Bakhita le respondió: «Yo hago lo mismo que usted, Excelencia». El obispo admirado preguntó: «¿Qué cosa?». Y Bakhita le contestó: «Excelencia, los dos hacemos lo mismo: hacemos la voluntad de Dios».

Me parece una respuesta hermosísima. El obispo y la pequeña religiosa, que ya casi no podía trabajar, hacían lo mismo, en posiciones diversas: trataban de hacer la voluntad de Dios, y así estaban cada uno en el lugar debido.

También me vienen a la mente unas palabras de san Agustín, que dice: Todos somos siempre sólo discípulos de Cristo y su cátedra está en un lugar más alto, porque esta cátedra es la cruz, y esta altura es la verdadera altura, la comunión con el Señor, también en su pasión. Me parece que, si comenzamos a entender esto, en una vida de oración diaria, en una vida de entrega al servicio del Señor, podemos librarnos de esas tentaciones tan humanas.

RESPUESTAS DEL SANTO PADRE A LAS PREGUNTAS DE ALGUNOS SEMINARISTAS DEL SEMINARIO ROMANO, 17 DE FEBRERO 2007

lunes, 4 de octubre de 2010

LA VOCACIÓN SACERDOTAL (V)

Santidad, a los ojos de mucha gente, podemos parecer jóvenes que dicen con firmeza y valentía su “sí” y que lo dejan todo para seguir al Señor; pero sabemos que estamos muy lejos de una verdadera coherencia con ese “sí”. Con confianza de hijos, le confesamos la parcialidad de nuestra respuesta a la llamada de Jesús y el esfuerzo diario por vivir una vocación que nos pide dar un “sí” definitivo y total. ¿Cómo responder a la vocación tan exigente de pastores del pueblo de Dios, si sentimos constantemente nuestra debilidad e incoherencia? (Gianpiero Savino, diócesis de Taranto, primer año de teología)

Benedicto XVI: Es muy saludable reconocer nuestra debilidad, porque sabemos que necesitamos la gracia del Señor. El Señor nos consuela. En el colegio de los Apóstoles no sólo estaba Judas, sino también los Apóstoles buenos. A pesar de eso, Pedro cayó. El Señor reprocha muchas veces la lentitud, la cerrazón del corazón de los Apóstoles, la poca fe que tenían. Por tanto, eso nos demuestra que ninguno de nosotros está plenamente a la altura de este gran «sí», a la altura de celebrar in persona Christi, de vivir coherentemente en este contexto, de estar unido a Cristo en su misión de sacerdote.

Para nuestro consuelo, el Señor nos dio también las parábolas de la red con peces buenos y malos, del campo donde crece el trigo pero también la cizaña. Nos explica que vino precisamente para ayudarnos en nuestra debilidad; que no vino, como dice, para llamar a los justos, a los que se creen ya plenamente justos, a los que creen que no necesitan la gracia, a los que oran alabándose a sí mismos, sino que vino a llamar a los que se saben débiles, a los que son conscientes de que cada día necesitan el perdón del Señor, su gracia, para seguir adelante.

Me parece muy importante reconocer que necesitamos una conversión permanente, que no hemos llegado a la meta. San Agustín, en el momento de su conversión, pensaba que ya había llegado a la cumbre de la vida con Dios, de la belleza del sol, que es su Palabra. Luego comprendió que también el camino posterior a la conversión sigue siendo un camino de conversión, que sigue siendo un camino donde no faltan las grandes perspectivas, las alegrías, las luces del Señor, pero donde tampoco faltan valles oscuros, donde debemos seguir adelante con confianza apoyándonos en la bondad del Señor.

Por eso, es importante también el sacramento de la Reconciliación. No es correcto pensar que en nuestra vida no tenemos necesidad de perdón. Debemos aceptar nuestra fragilidad, permaneciendo en el camino, siguiendo adelante sin rendirnos, y mediante el sacramento de la Reconciliación convirtiéndonos constantemente para volver a comenzar, creciendo, madurando para el Señor, en nuestra comunión con él.

Naturalmente, también es importante no aislarse, no pensar que podemos ir adelante nosotros solos. Necesitamos la compañía de sacerdotes amigos, también de laicos amigos, que nos acompañen, que nos ayuden. Es muy importante para un sacerdote en la parroquia ver cómo la gente tiene confianza en él y experimentar, además de su confianza, su generosidad al perdonar sus debilidades. Los verdaderos amigos nos desafían y nos ayudan a ser fieles en este camino. Me parece que esta actitud de paciencia, de humildad, nos puede ayudar a ser buenos con los demás, a tener comprensión ante las debilidades de los demás, a ayudarles también a ellos a perdonar como nosotros perdonamos.

Creo que no soy indiscreto si digo que hoy he recibido una hermosa carta del cardenal Martini, agradeciendo la felicitación que le envié con ocasión de su 80° cumpleaños; somos coetáneos. Expresando su agradecimiento, dice: sobre todo doy gracias al Señor por el don de la perseverancia. Hoy —escribe— incluso el bien se hace por lo general ad tempus, ad experimentum. El bien, según su esencia, sólo se puede hacer de modo definitivo, pero para hacerlo de modo definitivo necesitamos la gracia de la perseverancia. Pido cada día al Señor —concluye— que me dé esta gracia.

Vuelvo a san Agustín: al inicio estaba contento de la gracia de la conversión. Luego descubrió que necesitaba otra gracia, la gracia de la perseverancia, que debemos pedir cada día al Señor. Pero, volviendo a las palabras del cardenal Martini, «hasta ahora el Señor me ha dado esta gracia de la perseverancia; espero que me la dé también para esta última etapa de mi camino en esta tierra». Me parece que debemos confiar en este don de la perseverancia, pero que también debemos orar al Señor con tenacidad, con humildad y con paciencia, para que nos ayude y nos sostenga con el don de la perseverancia final, para que nos acompañe cada día hasta el final, aunque el camino pase por un valle oscuro. El don de la perseverancia nos da alegría, nos da la certeza de que somos amados por el Señor y que este amor nos sostiene, nos ayuda y no nos abandona en nuestras debilidades. Nuestro verdadero tesoro es el amor del Señor.

RESPUESTAS DEL SANTO PADRE A LAS PREGUNTAS DE ALGUNOS SEMINARISTAS DEL SEMINARIO ROMANO, 17 DE FEBRERO 2007

domingo, 3 de octubre de 2010

LA VOCACIÓN SACERDOTAL (IV)

Santidad, durante el primero de los dos años que dedicamos al discernimiento nos esforzamos por escrutar a fondo nuestra persona. Es un ejercicio arduo para nosotros, porque el lenguaje de Dios es especial y sólo quien está atento puede captarlo entre las mil voces que resuenan dentro de nosotros. Por eso, le pedimos que nos ayude a comprender cómo habla Dios en concreto y cuáles son las huellas que deja al hablarnos en nuestro interior. (Gregorpaolo Stano, diócesis de Oria, Italia, primer año de filosofía)

Benedicto XVI: Ante todo, agradezco al monseñor rector sus palabras. Ya siento deseos de conocer el texto que vais a escribir y de aprender de él. No estoy seguro de poder aclarar los puntos esenciales de la vida del seminario, pero diré lo que puedo decir.

Ahora respondo a la primera pregunta: ¿Cómo podemos discernir la voz de Dios entre las mil voces que escuchamos cada día en nuestro mundo? Yo diría que Dios habla con nosotros de muchísimas maneras. Habla por medio de otras personas, por medio de los amigos, de los padres, del párroco, de los sacerdotes —aquí, os habla a través de los sacerdotes que se encargan de vuestra formación, que os orientan—. Habla por medio de los acontecimientos de nuestra vida, en los que podemos descubrir un gesto de Dios. Habla también a través de la naturaleza, de la creación; y, naturalmente, habla sobre todo en su Palabra, en la sagrada Escritura, leída en la comunión de la Iglesia y leída personalmente en conversación con Dios.

Es importante leer la sagrada Escritura, por una parte, de modo muy personal, y realmente, como dice san Pablo, no como palabra de un hombre o como un documento del pasado, como leemos a Homero o Virgilio, sino como una palabra de Dios siempre actual, que habla conmigo. Aprender a escuchar en un texto, que históricamente pertenece al pasado, la palabra viva de Dios, es decir, entrar en oración, convirtiendo así la lectura de la sagrada Escritura en una conversación con Dios.

San Agustín dice a menudo en sus homilías: llamé muchas veces a la puerta de esta Palabra, hasta que pude percibir lo que Dios mismo me decía. Por una parte, esta lectura muy personal, esta conversación personal con Dios, en la que trato de descubrir lo que el Señor me dice; y juntamente con esta lectura personal, es muy importante la lectura comunitaria, porque el sujeto vivo de la sagrada Escritura es el pueblo de Dios, es la Iglesia.

Esta Escritura no era algo meramente privado, de grandes escritores —aunque el Señor siempre necesita a la persona, necesita su respuesta personal—, sino que ha crecido con personas que estaban implicadas en el camino del pueblo de Dios y así sus palabras son expresión de este camino, de esta reciprocidad de la llamada de Dios y de la respuesta humana.

Por consiguiente, el sujeto vive hoy como vivió en aquel tiempo; la Escritura no pertenece al pasado, dado que su sujeto, el pueblo de Dios inspirado por Dios mismo, es siempre el mismo. Así pues, se trata siempre de una Palabra viva en el sujeto vivo. Por eso, es importante leer la sagrada Escritura y escuchar la sagrada Escritura en la comunión de la Iglesia, es decir, con todos los grandes testigos de esta Palabra, desde los primeros Padres hasta los santos de hoy, hasta el Magisterio de hoy.

Sobre todo en la liturgia se convierte en una Palabra vital y viva. Por consiguiente, yo diría que la liturgia es el lugar privilegiado donde cada uno entra en el «nosotros» de los hijos de Dios en conversación con Dios. Es importante: el padrenuestro comienza con las palabras «Padre nuestro». Sólo podré encontrar al Padre si estoy insertado en el «nosotros» de este «nuestro»; sólo escuchamos bien la palabra de Dios dentro de este «nosotros», que es el sujeto de la oración del padrenuestro.

Así pues, esto me parece muy importante: la liturgia es el lugar privilegiado donde la Palabra está viva, está presente; más aún, donde la Palabra, el Logos, el Señor, habla con nosotros y se pone en nuestras manos. Si nos disponemos a la escucha del Señor en esta gran comunión de la Iglesia de todos los tiempos, lo encontraremos.

Él nos abre la puerta poco a poco. Por tanto, yo diría que en este punto se concentran todos los demás: el Señor nos guía personalmente en nuestro camino y, al mismo tiempo, vivimos en el gran «nosotros» de la Iglesia, donde la palabra de Dios está viva.

Luego vienen los demás puntos: escuchar a los amigos, escuchar a los sacerdotes que nos guían, escuchar la voz viva de la Iglesia de hoy, escuchando así también las voces de los acontecimientos de este tiempo y de la creación, que resultan descifrables en este contexto profundo.

Por tanto, para resumir, diría que Dios nos habla de muchas maneras. Es importante, por una parte, estar en el «nosotros» de la Iglesia, en el «nosotros» vivido en la liturgia. Es importante personalizar este «nosotros» en mí mismo; es importante estar atentos a las demás voces del Señor, dejarnos guiar también por personas que tienen experiencia con Dios, por decirlo así, y nos ayudan en este camino, para que este «nosotros» se transforme en mi «nosotros», y yo, en uno que realmente pertenece a este «nosotros». Así crece el discernimiento y crece la amistad personal con Dios, la capacidad de percibir, en medio de las mil voces de hoy, la voz de Dios, que siempre está presente y siempre habla con nosotros.

RESPUESTAS DEL SANTO PADRE A LAS PREGUNTAS DE ALGUNOS SEMINARISTAS DEL SEMINARIO ROMANO, 17 DE FEBRERO 2007

LA VOCACIÓN SACERDOTAL (III)

En este contexto, quiero citar unas hermosas palabras de Edith Stein, la santa copatrona de Europa. En una de sus cartas escribe: "El Señor está presente en el sagrario con su divinidad y su humanidad. No está allí por él mismo, sino por nosotros, porque su alegría es estar con los hombres. Y porque sabe que nosotros, tal como somos, necesitamos su cercanía personal. En consecuencia, cualquier persona que tenga pensamientos y sentimientos normales, se sentirá atraída y pasará tiempo con él siempre que le sea posible y todo el tiempo que le sea posible" (Gesammelte Werke VII, 136 f).

Busquemos estar con el Señor. Allí podemos hablar de todo con él. Podemos presentarle nuestras peticiones, nuestras preocupaciones, nuestros problemas, nuestras alegrías, nuestra gratitud, nuestras decepciones, nuestras necesidades y nuestras esperanzas. Allí podemos repetirle constantemente: "Señor, envía obreros a tu mies. Ayúdame a ser un buen obrero en tu viña".

Aquí, en esta basílica, nuestro pensamiento se dirige a María, que vivió su vida completamente "con Jesús" y por consiguiente estuvo y sigue estando totalmente a disposición de los hombres: los exvotos que hay aquí lo demuestran en concreto. Pensamos también en su madre, santa Ana, y con ella en la importancia de las madres y los padres, las abuelas y los abuelos; pensamos en la importancia de la familia como ambiente de vida y oración, en donde se aprende a rezar y donde pueden madurar las vocaciones.

Aquí, en Altötting, pensamos naturalmente, de modo especial, en el hermano Konrad, que renunció a una gran herencia porque quería seguir a Jesucristo sin reservas y estar totalmente con él. Como el Señor recomienda en una de sus parábolas, él escogió el último lugar, el de un humilde fraile portero. En su portería realizó precisamente lo que san Marcos nos dice de los Apóstoles: "estar con él" y "ser enviado" a los hombres. Desde su celda siempre podía mirar hacia el sagrario, "estar con Cristo" siempre. Así, mirando al sagrario, aprendió la bondad ilimitada con la que trataba a la gente, que casi sin cesar llamaba a su puerta, a veces incluso de forma maliciosa, para molestarlo, y a veces de forma impaciente o ruidosa. A todos ellos, por su gran bondad y humanidad, sin grandes palabras, les dio siempre un mensaje más valioso que las mismas palabras. Pidamos al santo hermano Konrad que nos ayude a mantener nuestra mirada fija en el Señor, para llevar el amor de Dios a los hombres. Amén.

BENEDICTO XVI A MUNICH, ALTÖTTING Y RATISBONA (9-14 DE SEPTIEMBRE DE 2006)

VÍSPERAS MARIANAS CON RELIGIOSOS Y SEMINARISTAS : HOMILÍA DEL SANTO PADRE Basílica de Santa Ana de Altötting Lunes 11 de septiembre de 2006

sábado, 2 de octubre de 2010

LA VOCACIÓN SACERDOTAL (II)

El Papa san Gregorio Magno, en una de sus homilías, dijo una vez que los ángeles de Dios, independientemente de la distancia que recorran en sus misiones, siempre se mueven en Dios. Siempre permanecen con él. Y al hablar de los ángeles, san Gregorio pensaba también en los obispos y los sacerdotes: a dondequiera que vayan, siempre deberían "estar con él". La experiencia confirma que cuando los sacerdotes, debido a sus múltiples deberes, dedican cada vez menos tiempo para estar con el Señor, a pesar de su actividad tal vez heroica, acaban por perder la fuerza interior que los sostiene. Su actividad se convierte en un activismo vacío.

¿Cómo se puede realizar el "estar con él? Lo primero y lo más importante para el sacerdote es la misa diaria, celebrada siempre con una profunda participación interior. Si la celebramos como verdaderos hombres de oración, si unimos nuestras palabras y nuestras acciones a la Palabra que nos precede y al rito de la celebración eucarística, si en la Comunión de verdad nos dejamos abrazar por él y lo acogemos, entonces estamos con él.

La liturgia de las Horas es otra manera fundamental de estar con él. En ella oramos como personas que necesitan hablar con Dios, pero implicando también a todos los demás que no tienen ni el tiempo ni la posibilidad de hacer esa oración. Para que nuestra celebración eucarística y la liturgia de las Horas estén llenas de significado, debemos dedicarnos siempre de nuevo a la lectura espiritual de la sagrada Escritura; no sólo descifrar y explicar palabras del pasado, sino también buscar la palabra de consuelo que el Señor me está diciendo a mí aquí y ahora. El Señor me interpela hoy por medio de esta palabra. Sólo de esta forma seremos capaces de llevar la Palabra sagrada a los hombres de nuestro tiempo como palabra de Dios actual y viva.

La adoración eucarística es un modo esencial de estar con el Señor. Gracias a mons. Schraml, Altötting ha obtenido una nueva "cámara del tesoro". Donde antes se guardaban tesoros del pasado, objetos preciosos de la historia y de la piedad, se encuentra ahora el lugar para el verdadero tesoro de la Iglesia: la presencia permanente del Señor en el santísimo Sacramento.

En una de sus parábolas el Señor habla del tesoro escondido en el campo. Quien lo encuentra —nos dice— vende todo lo que tiene para poder comprar ese campo, porque el tesoro escondido es más valioso que cualquier otra cosa. El tesoro escondido, el bien superior a cualquier otro bien, es el reino de Dios, es Jesús mismo, el Reino en persona. En la sagrada Hostia está presente él, el verdadero tesoro, siempre accesible para nosotros. Sólo adorando su presencia aprendemos a recibirlo adecuadamente, aprendemos a comulgar, aprendemos desde dentro la celebración de la Eucaristía.