viernes, 15 de octubre de 2010

“María, Madre de los Sacerdotes" (II)

Queridos Hermanos, al comienzo de mi ministerio os encomiendo a todos a la Madre de Cristo, que de modo particular es nuestra Madre: la Madre de los Sacerdotes. De hecho, al discípulo predilecto, que siendo uno de los Doce había escuchado en el Cenáculo las palabras: “Haced esto en memoria mía”. Cristo, desde lo alto de la Cruz, lo señaló a su Madre, diciéndole: “He ahí a tu hijo”. El hombre, que el Jueves Santo recibió el poder de celebrar la Eucaristía, con estas palabras del Redentor agonizante fue dado a su Madre como “hijo”. Todos nosotros, por consiguiente, que recibimos el mismo poder mediante la Ordenación sacerdotal, en cierto sentido somos los primeros en tener el derecho a ver en ella a nuestra Madre. Deseo, por consiguiente, que todos vosotros, junto conmigo, encontréis en María la Madre del sacerdocio, que hemos recibido de Cristo. Deseo, además, que confiéis particularmente a Ella vuestro sacerdocio. Permitir que yo mismo lo haga, poniendo en manos de la Madre de Cristo a cada uno de vosotros sin excepción alguna de modo solemne y, al mismo tiempo, sencillo y humilde. Os ruego también, amados Hermanos, que cada uno de vosotros lo realice personalmente, como se lo dicte su corazón, sobre todo el propio amor a Cristo Sacerdote, y también la propia debilidad, que camina a la par con el deseo del servicio y de la santidad. Os lo ruego encarecidamente.

La Iglesia de hoy habla de sí misma sobre todo en la Constitución dogmática Lumen Gentium. También aquí, en el último Capítulo, ella confiesa que mira a María como Madre de Cristo, porque se llama a sí misma madre y desea ser madre, engendrando para Dios los hombres a una vida nueva. (58). Oh, queridos Hermanos. ¡Qué cerca de esta causa de Dios estáis vosotros! ¡Cuán profundamente ella está impresa en vuestra vocación, ministerio y misión! En consecuencia, junto con el Pueblo de Dios, que mira a María con tanto amor y esperanza, vosotros debéis recurrir a Ella con esperanza y amor excepcionales. De hecho, debéis anunciar a Cristo que es su hijo; ¿Y quién mejor que su Madre os transmitirá la verdad acerca de Él? Tenéis que alimentar los corazones humanos con Cristo; ¿Y quién puede hacerles más conscientes de lo que realizáis, si no la que lo ha alimentado? “Salve, o verdadero Cuerpo, nacido de la Virgen María”. Se da en nuestro sacerdocio ministerial la dimensión espléndida y penetrante de la cercanía a la Madre de Cristo. Tratemos pues de vivir en esta dimensión. Si es lícito recurrir aquí a la propia experiencia, os diré que, escribiéndoles, recurro sobre todo a mi experiencia personal.

Al comunicarles esto, al comienzo de mi servicio a la Iglesia universal, pido continuamente a Dios que os llene a vosotros. Sacerdotes de Jesucristo, de su bendición y gracia y, como prenda y afirmación de tal comunión orante, os bendigo de corazón en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Recibir esta bendición. Recibir las palabras del nuevo Sucesor de Pedro, de aquel Pedro, a quien el Señor ordenó: “Y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos”. No ceséis de rezar por mí, junto con la Iglesia entera, para que yo responda a aquella exigencia de un primado de amor, que el Señor ha puesto como fundamento de la misión de Pedro, cuando le dijo: “Apacienta mis ovejas” . Que así sea.

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